Wednesday, July 6, 2011

Crucito, el feo / cuento


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¡Qué dulce repiquetea
la campana de mi pueblo
al peregrino recuerdo
que por sus cumbres pasea!


(Jerónimo Ramírez de Arellano, «En el Sendero»)

... the experience of beauty is an evolutionary adaptation:
Alex P. Pentland

1.
El le echa unas miradas de freir y comer. Ella tiene una cabellera rubia, rizada maravillosamente. Se peina, se refocila, viste y calza. Compra en la boutique más exclusiva del pueblo. Sólo el viento acaricia su pelo. Sus piernas tan bien formadas, aún con zapatos de alto tacón, se contonean. Adquieren una delgadez atrayente. Dicen que ella camina como la reina que es. No hay que perder la inocencia para descubrir que la niña ha crecido con la sonrisa de Dios encendida en su boca. Y que todo su cuerpo sonríe. Tiene sus labios rojos. Nunca besados. Sólo su padre se ha atrevido a besar su frente.

A los hermanos que la cuidan, ella los besa; pero, ellos besan su mano únicamente y creen que Dios por ese gesto los bendice tanto más.

Crucito dirigía las miradas más atrevidas, de soslayo, a las nalgas de Eva. En su imaginación, esta campesina fue, ha sido y será su fiesta nocturna. Una invasión de tortura fruitiva, rutina cotidiana. La sueña aún despierto. Se la echa al plato. Freir y comer, mirar y desearla, un mismo trecho de utopía y ambición, subliminal y soterrada... Y, durante el sueño, en aras de compensarse de alguna manera, a él se le va la mula. Se enfrenta, con ficciones oníricas, a sus agresivos hermanos. Rivales imaginarios, por cierto. Ellos cuidan a la jibarita más linda de Eneas.

El nombre del barrio y del padre (que la engendró en mujer con cabellera del color exactísimo del cundiamor maduro y, en semejanza a tal fruta, sus labios rojísimos) fue el mismo. El color de las entrañas y semillas de los cundiamores son de un rojo que encanta. Ella es la flor de los campos. Tiene sus propias rojeces y rubores si la admiran demasiado. Es sencilla, noble, pudorosa. Es una luna carmesí y un rosal, con espinos de protección.

En fin, Crucito divaga en bruto. Se enamoró de ella. Es él buen hombre, inteligente, ya maduro, pero feo. Soñar despierto, sin desmandarse en favor de sus muchas utopías y sueños a la mano, es el defecto que define su existencia. No es timorato ni bobo. Ni se persigna por tonterías. El problema suyo es simple: ¡divaga en bruto, teoriza con rigor aún ante las simples cosas del ser y el vivir!

No obstante, hay que decir que él ha leído muchos de los manuales de conquista que se escriben para desatar las grandes pasiones y para no querer a las feas, su pior es nada, sino a las que son como esa hembrita que él adora. Manuales que calientan la cabeza y, según se va leyendo de las páginas, por causa de tantas fotos y consejillos al estilo de la pop psychology, hasta el más sumiso patán confía la polla arrechada a los merequetengues de sus manotas puñeteras.

Este hombre es médico. No quiere ser tan torpe y descarado como muchos, casi siempre asustadizos, que los tres hermanos bravucones que Eva tiene han sacado a patadas de los predios de Eneas. ¡Con razón llaman al barrio, el de los bravos! En el fondo de su corazón, Crucito se alegra que ella tenga quien la cuide de ese modo; pero, con el deseo a cuestas de adorarla, la mula vuelve a írsele. La lengua atora su discurso cuando él está a solas y a la greña encima de la cama. En sueños, él es más apto y más valiente que todos los atorrantes juntos.

¡Sólo que ella ni lo sabe ni lo adivina!

Crucito, el feo, es serio, recto y formal. En ciertos asuntos, mollejón y apocado. Es médico recién graduado, mente brillante desde chiquillo, orgullo de sus hermanas y del pueblo donde ya ha atendido sus primeros partos. Se alega que ya ha salvado vidas humanas, que sabe recetar, sin chapucerías. El ha destilado, con palabras elocuentes, precisas, llenas de virtud, las señales que sólo en bocas consoladoras, como la del valioso ciudadano que es, se perciben tan señeras, tan gratamente indispensables... Porque es humilde de cuna, no se jactará jamás de que el pueblo lo quiera.

Después de ver a Eva en sus paseos, a pesar de que él se embelesa a su paso, Crucito se siente disminuído, hecho un cascajo. Sigue su camino con gesto de mátalas callando. No canta como el verdadero gallo de los montes.

Va sola como siempre hasta la tienda donde compra los jeans de moda. Con buena ropa, o en harapos, ella sale de los matorrales como una lumbrera. Adorna el pueblo... Crucito que ha visto mundo, grandes ciudades norteamericanas, dice: «Una linda muchacha en jeans es un agasajo visual, tan adorable».

Ella tiene 22 años de edad. La gente piensa que Crucito cuarentea. Le dobla su edad. Ni modo, aunque sea de soslayo, él la mirará. Clavará sus ojos justo en sus nalgas. Se premiará las pupilas con sus movimientos.

Los ojos de Crucito han leído demasiado y dominan los detalles. Son demasiado alertas. Sus ojos adivinan de dónde procede un aroma y por cual resquicio de la brisa se irá. Por las clases de patología, por razón de su entrenamiento, colocar el iris de sus ojos en visores de poderosos lentes y microcoscopios de alta tecnología, es un zorro. La gente dice que sus ojos, grandísimos y luminosos, son de gato; pero, ¡qué pena! Cacarizo, gordiflón. Aún así, volviendo a la mujer que lo desvela, él querrá desvestirla con la ciencia de sus miradas y sabe cómo hacerlo si esa experiencia de escudriñar concienzudamente, como científico, vale para algo.

Esta es la oportunidad de auscultar a vuelo de pájaro. Ella se compró otros jeans, sabe Dios si pantaletas y brassieres, como los que vistiera un día que paseó su carro frente a su casa. Vio un tendido de lencería al lado de la ventana. Y un cabro que parecía su consciencia bebía a lamidas el agua de una tina, donde fueron lavadas unas pantaletas verdes, rojas y amarillas, las que vio colgadas del cordel. Cualquier detalle inspira una reflexión a la inteligencia masculina de Crucito.

De golpe, exactamente hoy que está tan sensitivo, él naufragó en un charco de semen, sus calzoncillos húmedos y, reactivamente avergonzado, por haberse derramado, maldijo el origen remoto de la eyaculación y el celibato. Vaya si habló hasta en chino, acerca de nucleótidos, complejos albuminoides y ovogénesis.

Hoy que no quiso que la mula se le fuera, ese cargamento onírico de palabras de miedo y de cavilaciones que lo desvastan por las noches, volvió a fallar. No dio paso al encuentro. Mejor se encaminó y dio esquinazo. Huyó.

¿Qué fue lo que pasó? ¡Se le fueron las cabras al pendejo en pleno día!

A las 2:00 de la tarde. Al toparse él con Eva, en la esquina de las calles, por donde está la boutique que la surte, la única de las Vegas del Pepino, ni Dios ni la vergüenza tendieron un cable que lo auxiliara.

«¡Trágame, tierra!», dijo.

Como un caganidos adolescente, ya no tan polluelo, él se eyaculó. Se desfogó Crucito, el feo. Demasiado fue el atracón visual y el alucinado pajeo mental, porque esas nalgas de Eva, tan benditas, redondas, provocadoramente vírgenes, han puesto la imagen del amor en su carne. Ella le sonrió por primera vez y él no estuvo preparado como creyó para ver su boca abierta y sus dientes del color de la pulpa de coco.

En el obsequio de esa sonrisa, se concentró mucho poder. Eros lo masacró, en forma de sonrisa, en el urbano paisaje de la aldea. Dispararon a él una flecha de coquetería. ¡Crucito, ánimos, despierta!,se decía él mismo. Le habló a su corazón.

El sexo ha asaltado, más activamente, su mente tan curiosa de médico harvardiano. Lo acañonará en la zona de su bragueta lujuriosa. El sexo que pone contra la espada y la pared todo puritanismo y apendejamiento, si es cierto que amor de lejos.... el sexo, el sexo, hoy lo halló encendido y en jodienda. Eva, por igual, fue más receptiva. Haya sido por el microsegundo de un instante, él y ella se miraron, se comunicaron.

Se dijeron: «¡Hola, corazón!»

«¡Ay, trágame, tierra!», dijo él a no sabe a quien para que ella no advierta ni pizca sobre lo que ha ocurrido.

A veces, con amigos y unos tragos, Crucito se jacta de ateo. O hizo de abogado del Diablo, o Darwin, o de exaltador de la pasión vital... y a las teorías cognitivas en boga, unas veces dice si y otras, no.

Dando su esquinazo, Crucito se fue desesperadamente, no precisamente que huyera, sino que la evadió por causas de fuerza mayor. Deber. Es la mancha de plátano en su consciencia, y ¿por qué no? cierto pudor que lo empujó a no exhibirse. Se escondió en el automóvil y Eva, a quien amaba, se fue de largo sin hablar en extenso.

Metido allí, con las manos agarradas al volante y un picorcillo delicioso, a gritos llamando sus manos a la polla, él reflexiona que toda mujer, linda o fea, es un regalo. Una ofrenda, espejo, estética schilleriana. La mujer es un templo.

Crucito no quiso ser imprudente: ocultaría a todo trance su pájaro alborotado, el fruto o testimonio consecuente de quererla, desde el manantial hormonal de su testosterona y los cojones que Dios le dio.

No que Eva sea tan tonta que no haya visto otras veces a muchachos de su barrio en la misma situación: ¡gozándose el movimiento de sus nalgas! ... bueno y que, de soslayo, también cediera a la malicia visual. Desde el rabillo de sus ojos, ella ha filtrado una miradica traicionera. ¡La evidencia definitiva de un vergón en arrecho ha sacado a Eva un par de rubores y mejor es no mirar ni pensarlo!

En su imaginación, más alborotada que la de Eva, Crucito tiene los ímpetus de un oso. Se la echa al plato. Se la come como un pan sabroso. Ya lo autoconfiesa: yo la sueño despierto. Sin embargo, este es su secreto.

Un médico novato debe ser discreto.

¡Con qué inquietud esperó por ciertos libros! Los pidió a la editorial de Harvard, donde sin el desvelo de su madre, fallecida, sin el apoyo de sus dos hermanas, hoy casadas, él no se habría graduado. Ellas fueron sus estímulos de fe, palancas de moral y sentimiento, instrumentos de este éxito y por ellas, después de muchas desveladas y quemarse las pestañas con los libros, él ha triunfado. Está en su pueblo como ilustre, siendo pobre de cuna. ¡Ellas, espirituales y prudentes, él agradecido y solo!

Por eso todavía, hay este lamento: ¡Ay, no tan joven, como yo quisiera, para hacer a Eva mía todos los días y las noches! Se avecinan mis cuarenta años y, en el exilio, solo estuve y hoy, en Pepino, también solo. ¡Mi pija está babeándose en mi mano! ¡Qué poca vergüenza mi vergüenza! Alguien en mi corazón me acusa. Me siento fracasado.

Crucito está leyendo ya los libros que solicitara. Libros que arguyen que esta belleza de Eva es una apófansis milenaria. ¡Qué va, se quedó corto en cálculos! Los genes femeninos son anteriores a los masculinos. No, asunto es de mitocondrias... Millones de años son los que explicarán este misterio.

A más feo, menos confianza de quien mira. Menos socialidad y más cerca se está de los complejos agresivos, mañas de compensación; más torpes serán las cortesías, más distantes y recelosos los amigos...

Este desafío de genes femeninos, contrapuestos a los suyos en la esquina, el Gran Derramamiento de la Erótica y lo que ha permitido que él se culpe como el Puerco Lujurioso, casi fue comprobativo. Por tan sólo ver a Eva, a la salida de la boutique y descubrir que él, tan poca cosa y reprimido, es el jíbaro feocio, salió la primitiva reciedumbre del primate mamífero y a punto estuvo de echar a perder su linda imagen de virtud y hombre honrado. ¿Quién lo justificará, perdonándole, si hubiese ocurrido el trágico encuentro y el importunador exhibicionismo de su bestia?

El proceso de adaptación evolutiva, con la gesta de millones de años en su saldo, con dolores y detalles, aún oscuros en su misma biografía, explica todo esto: accidentes en la praxis de su querer y en el develamiento patológico, su propia semblanza de médico ambicioso, filósofo profundo. Crucito así se mortifica. Es un científico, al fin. Harvard y el mundo espera de él que no caiga en los juegos cavernícolas y se arme del garrote cuando caza a su hembra...

¿Cómo sentirse bien ante el reto? ¿Estará condenado a la soledad? ¿Habrá una bella, o menos bella, que lo quiera? El, hijo de una simple criadora de cerdos de los campos, hermano de otras niñas que no han sabido más ciencia que recoger yautías, malangas y café de los campos, ¿competirá en desventaja, ahora que es casi un sacerdote del Templo de la Ciencia? ¿Cómo? La vida siempre será más sagrada que lo bello y la fantasmagoría romantizada del Eterno Femenino...

«¡Despierta, Crucito!», él mismo se conmina a fin de no seguir obsesionado inútilmente. A compostura y responsabilidad se llamó. Que no sea en balde lo que has sufrido...

El, heredero de una cáfila de abuelos diezmados por las viruelas y la polio y otra recua de hermanos que murieron por dengue y flux entre cañaverales, ¿cómo le hará? se pregunta. Se enrumbará a la Fundación Rossi donde verá un paciente, más amenazado por los años que por las virulencias...

¡Ha padecido! Y su familia, ¡con él! y tanto que se siente adolorido y culpable de hacerse dos puñetas en la noche con el gusto que Eva le provoca, antes de cerrar los ojos y, en vez soñarla, dar las gracias a Dios por su madre y los suyos que le dieron fe en sus tareas de estudio.

Debido al ardor con que desearía tener a flor del ñame a Eva, pero al día, con cada amanecer y cada noche, él ha perdido la costumbre de rezar fervientemente como en sus días harvardianos...

De la bella de sus sueños, huyó a medias y trata de olvidar que él, pequeñín entre los hijos del jíbarito, soñador y enfermo, que fue su padre, se salvó como un mendrugo de esperanza. A este proceso Harvard ha querido llamarlo the survival of the prettiest, la sobrevivencia de los más hemosos... ¿y qué saben los hermosos y las bellas de lo que apena a los feos? ¿Con qué esplendor razonativo Crucito juzgará que su amada sea como sueño imposible; con qué esplendor razonativo él agradecerá la herencia de genes distintos que a su mente han nutrido con el orgullo y el quehacer de avanzar hacia teorías, sin que nadie olvide el genotipo que origina la egoestima por los charcos de los ñames y las yucas, tendido sobre la colcha de su cama como minusválido que se jala la malanga, sin compensaciones porque Eva no está para quererle?

«¿Quién te dirá, mamá, cómo he sufrido en Cambridge por no tener labios rojos y ojos azules que me brinden respaldo de los gringos y el amarillo maduro de la cabellera de cundiamor con que Eva ha nacido? ¿Quién agradecerá a mis hermanitas sus centavos cuando ni las becas son suficientes ante todo lo que he querido saber de los misterios y los virus y las disfunciones?», medita.

Dicen que los padres son más afectuosos con los bebés que son más actractivos que con los que nacen feos.

«¡Harvard, mientes asquerosamente!»

Remedita el asunto: «Si te dijera cómo han amado a Crucito el feo, de Guacio, los viejos que lo procrearon, Harvard, ¿callarías? Creído así, en mis sueños, como reproche del que no tendré ni mínimas verificaciones, he pensado que a Eva la han mimado, sobreprotegido. Si así fuera, yo comprendo que sus hermanos hayan hecho sus labores obstrusivas y canallas. Eneas es viudo. Ha muerto quien a Eva dio su boca de cundiamor, sus ojazos azules, su culo maravilloso... ¿Qué reprocharé si ninguna altivez de su boca y sus palabras ha surgido de Eva ni de su padre contra mí? ¿Qué no haría yo, bravucón, imitándoles, por mis hermanas más bellas que este rostro cacarizo, el mío?»

2.

Para Crucito, la belleza de Eva se presupuso una cábala sagrada determinada por las más antiguos códigos biológicos. Un asunto de biología evolutiva, contrapuesto a la estética de Da Vinci, legado que no ya no pudo ser divino en el sentido de la comprensividad vulgar que los jíbaros de su pueblo manejan sentimentalmente. A pesar de todo, sin embargo, sobre su propia familia él admiraba la vida honrada, sacrificios y duros trabajos, con que han vivido.

Lo mismo admiraría de la prole de Don Eneas, la gente de ese barrio, de Eva y sus hermanos. ¡Dios bendice los campos con esas niñas y esas gentes! Crucito insistió en plantear el hecho de la selección natural y el darwinismo: factum asociado a la propagación de las especies y, aunque no se atrevía a decirlo, en los avatares de la sociología humana, a unos como él y sus ancestros les correspondería la herencia de los genotipos del menosprecio. Con estas teorías se dijo: A Eva yo no le gusto.

Golpeaba duramente su vida cotidiana con este pensamiento. Al mirar que paseaba sola concluía que ella ya está en la edad de elegir su varón. Nadie preanunciará que Eva vestirá a los santos.

Why we find blond girls so irresistibly cute?, dijo el gringo. Había sido golpeado de un modo que Crucito jamás sabría en la carne aunque el pesimismo lo había golpeado, abriendo heridas también; pero el dulce dolor de su arrobamiento al verla lo sanaría todo. Presentirse célibe e irredento, a la edad de 40 años, sería tolerable; pero no verla más sería como la muerte. De este modo, pensaba Crucito, el feo.

¡Había puesto su fe en Harvard y en su escasa voluntad para el amor! Los hermanos de Eva al gringo lo patearon, lo sacaron de la casa de Don Eneas hasta el lugar llamado Campamento de Guacio, donde los americanos aterrizaban sus helicópteros y apoyaban un consultorio médico, donde Crucito trabaja en los fines de semana.

Debido a esta circunstancia y las quejas del gringo, se enteró que don Eneas se atrevió a decir que prefería ver a Eva casada con un nativo de mierda, el más feo que produjera este país, que con él, ejecutivo de una empresa hotelera.

Y aún, cuando él llegó a la casa de Eva y preguntó por sus padres, a fin de hacer las cosas bien y formales de acuerdo a las costumbres nativas, ninguno lo quiso. Ni ella y, al repasarlo y meditarlo por varias noches, Crucito se envalentonó.

Y subió la escalera de la humilde casa de Don Eneas. Desde una ventana, Eva oyó el automóvil que llegó. El subió como si fuese el último día de su vida. Tenía hasta celos del gringo que se fue, atropellado y temeroso de otro encuentro con los bravucones; pero, cuanto la vio, confiado en que su mula se le fuera, llena su lengua de vigor, soltó el trapo a toda voz:

«¡Te amo, Eva! ¡Te amo y ya no puedo más!»

Ella corrió hacia él, se echó a sus brazos y lo besó.

Y, de pronto, Crucito escuchó a Don Eneas.

«¡Válgame Dios, don Crucito! ¡Usté no sabe como lo hemos esperao!»

Se oyeron unos portazos desde la sala. Desde una puerta en el fondo, la cocina, esta vez se escucharon unos pasos apresurados y un portazo final. Crucito vencía al miedo. No quería tenerlo nunca más. El primer hermano lo sorprendió, al irrumpir, besándola por primera vez y el segundo, uno que salió de su recámara con una botella sin descorchar (que Crucito imaginó que era champagne, siendo pitorro), se quedó boquiabierto.

Y el tercero, el más bravo y el mayor, dijo:

«¡Aquí en Eneas va a haber boda, pai!»

Desde hacía cinco años, cuando lo vio de regreso al pueblo, aún sin su título de Harvard y ella se había graduado de la escuela superior, comenzaron a contar a Evita muchas maravillas sobre él. Y ella lo amó. ¡Se había guardado para él! Esta era el gran secreto de los tres bravucones y el viejito.

«¡Yo, dos años hace que te quiero, Eva!», confesó el médico de Guacio.

«Y yo, cuatro que te espero», dijo ella.

2-9-1992 / El Pueblo en sombras

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